“Yo sabía que tenía que ser diferente” – Albina Ruiz

Albina Ruiz aprendió en casa que ser pobre no implica bajar la cabeza. Fue ambulante, se graduó como ingeniera, con recicladores está sembrando una revolución que es reconocida en el mundo

Por Antonio Orjeda

Si los municipios formalizaran a los recicladores, no solo nuestros barrios, ¡el mundo entero sería más sano! Esa es la misión que ha asumido la emprendedora social Albina Ruiz. Su experiencia, premiada en el mundo por expertos en innovación y medio ambiente, es replicada en América, Asia y África. Nació en Moyobamba, llegó a Lima el 75’ y se comprometió a trabajar por la limpieza de la ciudad. Es una heroína del planeta.

Llegó a Lima a los 16 años y vivió en una casa de esteras.

Sí, en El Agustino.

Hoy viaja por el mundo y ha recibido premios de manos de personajes como Bill Clinton. ¿Cómo así?

Es fruto del reconocimiento a un equipo de trabajo. Porque ante todo hay que entender que un emprendedor social es nada sin su equipo. Eso lo aprendí desde pequeña: mi padre nos enseñó –a los diez hermanos- a trabajar en equipo.

Quien nace en la pobreza suele crecer con baja autoestima, dudando de su futuro. ¿Por qué no le ocurrió?

Por mis padres. Mi madre tenía solo dos vestiditos. En Moyobamba íbamos a un riachuelo a lavar. Lo primero que ella hacía, era lavar su ropa. La ponía a secar y recién entonces lavábamos la de todos. Así, para cuando acabábamos, su vestido estaba seco y se lo ponía. Ella nos decía: “Uno puede ir parchadito, pero ¡ni sucio ni roto! Porque eso quiere decir que eres flojo”.

No pobre, sino flojo.

¡Exacto! Así aprendes a ir con la cabeza en alto: porque eso es lo que tienes, ¡pero lo tienes bien!

Llegó a El Agustino, dos años después ingresó a la UNI. En el ínterin fue ambulante.

Me tocó estudiar en una época difícil. Todo el 76, la UNI estuvo cerrada por el Gobierno Militar. Pero yo quería esa universidad, y entré al año siguiente. Como había sido primer puesto en mi colegio, creí que tendría el ingreso libre, pero me enteré de que todos los primeros puestos debíamos dar un examen. Tampoco sabía que este sistema educativo está diseñado no para que ingrese el que sale de un colegio, sino de una academia. Un negociado. Tuve que ir a una academia y también tuve que trabajar.

¿Qué hizo para poder pagarse la academia?

De todo: encuestas, trabajé en una librería, vendí cosméticos. Y una vez que ingresé, hacíamos solo un ciclo por año (por las huelgas). ¡No avanzábamos! Mi padre falleció, y me tocó aprender todas esas cosas para las que no te prepara nadie. Para entonces, todos estábamos aquí; éramos un montón y vivíamos en un pueblo joven, en Independencia. Mi mamá estaba mal. Un hermano que vivía en Puno se la llevó con él, yo me quedé y tuve que mantener al resto. Dejé la universidad dos años y medio. Además, tenía que mantener a mi hija. Mi marido era actor de teatro, no ganaba mucho. “¿Qué hago?”. Me puse a vender pescado. Me iba -a las cuatro de la mañana- al terminal pesquero; y como apestaba, no me dejaban subir a los micros. Tenía que camuflar el pescado para poder subir; y de La Parada me iba hasta Carabayllo (ríe)… Allá habían inaugurado un mercado grande, pero los ambulantes me botaban. No querían a nadie más. Tuve que vender pese a no tener un espacio. Solo sacaba para comer. En mi casa esperaban mi hija y mis hermanos, fue entonces que dije: “Albina, ¿qué te pasa? Mira cuántos ciclos de universidad tienes, ¡tú puedes hacer otras cosas!”.

¿Qué hizo?

Vendí cosméticos. Llegué a tener a varias vendedoras a mi cargo. ¡Muy rápido! Mi primera sabanita decente –de algodón- fue un premio por mis ventas. De ahí, unos muebles…

Si le iba bien, ¿por qué volvió a la universidad?

Porque yo vine para ser ingeniera. De lo contrario, me hubiera quedado en mi selva que tanto añoro.

Aquí encontró algo que no había en su selva: basura.

Eso me marcó. Llegué de noche, a la casa de mi hermana que había levantado un cuartito de esteras en el segundo piso de la casa de sus suegros. Al día siguiente, mi hermano –que vivía con ella y era obrero- me enseñó a tomar el bus. Tenía que tomar la 91. Al costado de un colegio había una montaña que apestaba horrible. “¿Qué es eso?”. “Basura”. “¿De dónde sale?”. “De las casas”. “¡Y por qué está aquí!”. Mi hermano me quedó mirando. Es que como él tenía aquí dos años…

Ya se había ‘civilizado’.

No entendía mi asombro.

La impactó tanto, que convirtió la basura en su tema de tesis.

Sí. El profesor de Ingeniería de Métodos nos mandó a medir productividad. Se formaron grupos para ir a bancos, supermercados; yo le dije a mis compañeros: “Vámonos a El Agustino a medir la productividad de un camión de basura”. Quería entender por qué había tanta basura en el distrito.

Los camiones pasaban, recogían, pero no cambiaba nada.

¡Exacto!

¿Qué descubrió?

Número uno: que la municipalidad solo tenía camiones, que ninguno iba a poder entrar –por ejemplo- al pasaje angosto en el que yo vivía; tampoco al cerro 7 de Octubre ni a otros; y que eso a nadie le importaba. Mandaban el camión y punto. ¿Número dos? ¡Que no había ruta de recojo! Sustentamos, invité a una regidora de El Agustino y supo lo que habíamos descubierto: no se cumplían las rutas, el robo y venta de gasolina; también señalamos lo que tenía que cambiar para mejorar el servicio. Nos pusieron la mejor nota, y la regidora me dijo: “¿Quieres sustentarlo ante el alcalde?”. Fuimos. Al terminar, me dijo: “Te contrato”. Le advertí que no había acabado la carrera.

Trabajó y fue tan exitosa su gestión, que la fichó el municipio de San Martín de Porres. Un distrito mucho más grande.

¡Tenía un millón de habitantes! Todavía no existía Los Olivos.

Aún no tenía idea de lo que era el reciclaje.

Ni de reciclaje ni de microempresa. Lo único que sabía, era que teníamos que limpiar el distrito al menor costo y llegando adonde no se solía llegar.

¿Cómo descubrió el reciclaje?

Tras haber implementado las primeras microempresas de recojo de basura. Había comenzado a trabajar con varias ONG, hice el primer diagnóstico de manejo de residuos del Cono Norte. Tenía microempresas de recolección en Ancón, Ventanilla, Comas, Carabayllo, cuando comencé a ver a gente que separaba los plásticos y el papel. “¿Por qué hace eso?”. “Es que yo lo vendo”. Y comencé hacerles seguimiento.

Era una empleada, no tenía por qué matarse tanto.

Yo sabía que tenía que ser diferente.

¿Por qué?

¡Porque había asumido un reto! La ciudad estaba sucia y había que limpiarla. Había que organizar asambleas, organizar a la gente.

Sus hermanos, su familia, ¿qué decían?

Que estaba loca porque daban las dos de la mañana y estaba trabajando.

¿En qué momento dio el salto y creó su propia ONG?

Ashoka me impulsó. El 95 trabajaba en la ONG Alternativa creando microempresas, cuando pensé: “Si quiero hacer cosas grandes, tengo que conseguir que gente grande invierta en esto”. Le escribí a Usaid (la agencia estadounidense para el desarrollo internacional), decidió invertir y así pudimos abrir microempresas en Ancón y en Ventanilla.

Solemos creer que solo consigue ayuda quien tiene contactos.

¡A mí no me conocía nadie! Igual, les escribí.

Su respaldo fue la labor que venía realizando.

¡Exacto! Creía en lo que hacía y les escribí, les mandé nuestros folletos; y el jefe de Medio Ambiente me escuchó. Y a través de Usaid, Ashoka dio conmigo. Le hablaron de mí a la directora para la región andina, fue a ver lo que hacíamos y: “Tú eres candidata para fellow (miembro) de Ashoka”. Me explicó que es una asociación de emprendedores sociales, gente que resuelve problemas a través de ideas innovadoras que puedan ser replicables en otras zonas; y tras pasar una evaluación rigurosa en diciembre del 95, me eligieron fellow.

Su vida cambió por completo.

Fue un sello de calidad. Me dijeron: “Crea tu organización”. No quería ser una ONG, había trabajado en varias y veía que los directores no trabajaban, que éramos otros los que nos sacábamos el ancho. No había buen manejo del dinero, yo no quería eso. “Tú puedes hacer una organización diferente”, me dijeron; y hablé con mis colegas.

Creó Ciudad Saludable, desde entonces promueve la organización de empresas de recicladores.

Lo tenemos clarísimo: si queremos limpiar el país, a un menor costo y a través de un servicio que sea sostenible en el tiempo, la única forma es a través de los recicladores.

No con camiones de basura.

Son necesarios solo para transportar los excedentes, porque el 55% de los residuos del país es orgánico. Deberíamos tener plantas de compostaje (producción de abono orgánico) ¡en todo el país! Esa debería ser la materia prima para la agricultura. Sin embargo, seguimos importando insumos, comprando productos químicos. Mientras, en el país solo tenemos nueve rellenos sanitarios; y, en el interior, la basura sigue yendo a los ríos, a las lagunas, a contaminar áreas agrícolas. Es absurdo. El 25% de los residuos es recuperable, ¡deberíamos recuperarlo! Pero no en botaderos ni en condiciones infrahumanas donde, además, el papel ya se mojó, el plástico ya se ensució y vamos a necesitar más agua para lavarlo, sino haciendo una recolección selectiva, promoviendo que, en nuestras casas, empresas, colegios, separemos los residuos. ¡El Perú ha mejorado! Hoy estamos más educados, pero falta serlo más. Toca pelear contra los intereses: ¿Por qué los municipios no trabajan con recicladores, pero sí contratan a empresas a las que les pagan por tonelada recogida, transportada y enterrada? ¿Por qué cuando un reciclador que recoge lo reciclable lo hace sin cobrar?

¿Con cuántos alcaldes ha hablado?

Con más de 400.

¿Cuántos la han escuchado de verdad?

Trabajamos con unos 200; y, de esos, a conciencia, con unos 50. En Lima son cada vez más. ¡Es que ahí está la mano de obra! En Perú hay 108.594 familias de recicladores esperando tener empleo digno.

Su modelo está siendo replicado en nueve países de América, también en la India y Egipto.

Y pronto estaré visitando Kenia.

¿Qué siente?

¡Que se puede! Cuando me entero de que cada una de esas mujeres tiene tras de sí una historia tristísima –de sufrimiento, maltrato-, pero es capaz de sonreír, de pelear por lo suyo, digo: “Carajo, ¡eso somos! Gente capaz de salir adelante”. Lo único que esperamos es que el Estado cumpla con su rol facilitador, que los alcaldes no sean insensibles, que no tengan vergüenza de trabajar con recicladores. ¡Al contrario! Eso va a hablar bien de ellos. En Cajamarca, los recicladores al mes están recuperando 45 toneladas. ¿Te imaginas el ahorro que está logrando ese municipio? En cambio, ¿aquí?

Ha sido premiada en el extranjero, los galardones se los han entregado estrellas de Hollywood como Angelina Jolie. ¿Qué se siente?

Que somos seres humanos como todos. La apariencia o la vestimenta no te hacen diferente. Lo que marca la diferencia es lo que llevas dentro. Nuestro lema es: “Desde la basura, cambiando mentes y corazones”. No queremos que el reciclador que ahora gana más, use ese dinero en más licor, sino en la mejora de su vivienda, en la educación de sus hijos; que esa vecina que antes insultaba al reciclador, diga: “Uy, por ti, mis nietos van a poder seguir teniendo un lugar dónde vivir”. Queremos que ese funcionario, ese alcalde, lo reconozcan como su colaborador.

Usted es reconocida a nivel mundial pero no es una mujer con dinero. Solemos vincular el éxito con el billete.

No les falta comida a mis hijos, pueden estudiar; esta casa es mía, tenemos para vestirnos. El éxito no es tener dinero, es sentirte bien y saber que puedes hacer que otros también se sientan bien. El éxito es saber que ahora hay otros que también viven con dignidad, que pueden sonreír, que hoy tienen una oportunidad.

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