“Mi fe estaba ahí. ¡Era lo único que tenía!” – Flor Soto

Siendo niña, Flor Soto tendía un plástico sobre la vereda y, con su madre, ofrecía los productos que años después -ya con marca propia y una calidad superior- la convirtieron en una empresaria ejemplar

Por Antonio Orjeda

Flor Soto planea exportar. Ya estudió los mercados de Colombia, Ecuador, Chile y Brasil. Sabe que Tizza, su marca de carteras, puede competir. Si esta entrevista se hubiese realizado cuando aún no alcanzaba la mayoría de edad, habría sido puro llanto, pues la vida parecía haberse ensañado con la jovencita que jamás se doblegó y hoy es una empresaria invencible.

Le da empleo a un centenar de personas. ¿Su gente conoce su historia?

La que está a mi lado (en el área administrativa), sí. La de producción, de alguna manera.

¿Saben que trabaja desde los 7 años?

Sí.

¿Saben que empezó como ambulante?

Creo que no, pero sí que soy una mujer que ha venido de muy abajo. Eso sí saben.

Empezó con su mamá a los 7 años, vendían carteras sobre un plástico en la calle Mariscal Luzuriaga, en Jesús María. ¿Qué recuerda de esos días?

Tenía que tender mi plástico, ofrecer las carteras a los clientes, ayudaba a mi mamá. A veces, cuando no había mucha venta, me iba caminando con mis carteras al hombro adonde había público. Me gustaba tener llegada con la gente.

¿El ser niña la ayudaba a vender más?

Ahora que lo pienso, sí. Seguro les daría curiosidad a las personas, y me compraban. De ahí, doblaba el plástico, guardábamos las cosas en el depósito y nos íbamos a la casa.

¿Y el colegio?

Iba los días de semana; y por las tardes iba adonde mi mamá. Desde Comas y en micro. Los sábados y domingos la ayudaba desde temprano. No me obligaba, iba con ella ¡y tenía que ayudar! Porque no iba para jugar, porque veía que ella me necesitaba. Y todo eso me fue induciendo a entrar más y asumir el compromiso, ser responsable. ¡Solita lo fui asumiendo!

Vivían en un cuarto que les alquiló una tía.

Sí, cuando llegamos a Lima. Como mi mamá se había separado de mi papá, viví con mi abuelita creyendo que era mi mamá. Yo tenía polio, me dejó con mi abuelita porque no tenía para curarme. Se fue con mis dos hermanos y venía a visitarme. Yo creía que era mi tía. Era tan buena conmigo, que el día que me dijo: “¡Vamos!”; me fui con ella. Tenía 5 años, me llevó a su pueblo; en Áncash. Allá me enteré de que era mi mamá, conocí a mis dos hermanos, pero al poco tiempo una enfermó y murió; y luego, al mes, el otro también. Fue entonces que vinimos y llegamos a la casa de una tía en Comas. Era su prima, y nos alquiló un cuarto.

Ahora estamos en la sala del directorio de su empresa. ¿Ese cuarto era de este tamaño?

Más o menos. Entraban una cama, una cocina, una mesita. No necesitábamos más.

Desde allá partían a Jesús María para vender sus carteras.

Mi mamá vendía sus canastitas en el mercado. Imagino que ahí se enteraría dónde las podía vender (como ambulante), y yo la ayudaba. Ahí nomás se comprometió y tuvo tres hijos.

A los 10 años usted ya era una experta en ventas.

Sí.

Tenía 13 cuando abandonaron a su mamá, dejándola con los tres niños.

Y agarré la responsabilidad. Como ya sabía vender, la podía ayudar más.

Pero robaron el almacén donde guardaban su mercadería y se quedaron en cero.

Nos pasaron muchas cosas. Nos iba mal, pero luchábamos todos los días. Salía del colegio y me venía al mercado con mi hermanita que estaba bebita, cargando sus pañales. No sé cómo, ¡pero lo hacía! A mi mamá le robaron. “Nos han dejado en la calle, ¡qué hacemos!”, me decía.

¡Qué iban a comer al día siguiente!

Como había proveedores que nos conocían, nos dejaron mercadería en consignación.

Confiaban en ustedes. ¿Por qué?

Porque veían que vendíamos, que les comprábamos mercadería y siempre pagábamos. Veían que éramos serias; y como nos había pasado eso y éramos buenas clientes…

Su mamá enfermó y dejó de trabajar. Usted decidió cocinar, vender comida. ¿Qué edad tenía?

Trece años. Venía desde Comas. ¡Estábamos en la quiebra! Nos habían vuelto a robar la mercadería. ¿Qué quedaba? Vender comida.

¿Su mamá no podía hacer nada?

No. Mi mamita estaba en cama.

Tenía 13 y tres hermanos menores. Todo dependía de usted.

Y yo salía…

¿Por qué vender comida?

Teníamos que hacer algo, y yo veía que en Jesús María la gente comía mucho (ríe)… Y como nos habíamos hecho como una familia con todos los compañeros, les llevaba comida a la hora del almuerzo.

¿Cuál fue el primer plato?

Escabeche de pollo.

No es fácil.

Pero había aprendido de mi mamá. Además, iba curioseando cómo me podía salir cada plato más rico.

Partía con su olla desde Comas.

Con canastas, desde La Balanza (la zona alta de los cerros que están al pie de la Av. Túpac Amaru) hasta Jesús María. Tenía unos primitos –de casi mi edad- que me ayudaban. ¡Ahora están viejos como yo! (ríe)… Una no se olvida de esas cosas.

Su mamá se recuperó, volvieron a las carteras y les volvieron a robar.

Nos robaron tres o cuatro veces. Todo me ha pasado. Luego –ya estaba mayor- me hice mamá soltera.

A los 16.

Perdí la cabeza. Como éramos menores de edad, nuestros padres decidieron que cada uno viva en su casa. Pero al cumplir los 18, él entró a la Policía y después se casó, tuvo su familia y me quedé sola.

Crio sola a su hija.

Y a mis hermanitos.

Era fines de los 80, un recurso súper rentable era ir a la frontera con Chile y traer mercadería. Lo hizo y se la decomisaron.

Como en Jesús María se vendía bastante contrabando y a mí me había pasado todo eso, dije: “Voy a viajar”. Me presté de un prestamista y me quitaron la mercadería. Vine triste. Era plata prestada, pero no ocurrió la primera, sino la segunda vez. La primera me fue bien, vendí; pero en la segunda, lo perdí todo. Y como no había posibilidad de reclamo porque era contrabando, no tenía a quién acudir.

También probó suerte como cambista.

En un día podía ganar 20, 30, 40 ¡dólares! Tenía la necesidad de salir adelante y me presté.

Mil doscientos dólares.

Me fui a trabajar a una esquina, con todos los chicos. No tenía experiencia, era una chica sana, ingenua, que solo se dedicaba a trabajar y trabajar; y un señor me hizo el avión. Me sentí morir. Era plata prestada y me habían estafado.

Tenía 17, la vida no podía haberle puesto más pruebas.

Yo que desde chica había querido salir adelante ¡y todas las cosas me habían pasado! Le oraba al Señor: “Dios mío, no me dejes. ¡Por qué tantas cosas me pasan!”.

Era una persona honesta.

¡Quería trabajar y me pasaba todo eso! Pero no dejé que me atormente. No lo permití. Tenía las ganas de salir adelante. “Bueno, eso me pasó ahora. ¿Qué hago mañana?”. ¡Tenía que seguir!

¿Por qué cree que le pasaron tantas cosas siendo tan chica?

Pienso que todo lo que me ha pasado me ha servido como experiencia, para ya no equivocarme tanto. Ahora que tengo a personas a mi cargo, les puedo aconsejar. Les digo: “Te sientes así, pero debes actuar de esta manera. Sé lo que estás pasando, sigue este camino y no te desesperes, que después van a venir las cosas buenas. Pero no te derrumbes. ¡Insiste! Vas a encontrar tu camino”. ¡Siempre les aconsejo! Cuando me robaron los dólares, sentí que me moría. ¡Cómo iba a pagar! Fui al parque San José (frente a la iglesia del mismo nombre) y me puse a llorar, hasta que la señora que me había prestado el dinero llegó y me dijo: “No te preocupes. Tú puedes salir adelante porque eres trabajadora. Con salud se puede todo”. A mí me entraba por una oreja y me salía por la otra, porque lo que yo vivía dentro de mi ser era más grande. ¡Era horrible!

¿Cuál fue su siguiente paso?

Llegó mi mamá y nos fuimos a casa. Otra vez a trabajar…

¿Haciendo qué?

Tenía unas cuantas carteras. No teníamos capital. ¡Mi mamá se puso a vender caramelos! Y por el estrés ¡ella misma se los comía! (ríe)… Ahí nomás, un señor, por el tamaño de nuestro puesto, me ofreció vender juguetes…

¿Puesto? Se refiere a su espacio en el suelo, sobre la pista.

Claro. Cuando lotizaron, nos dieron un espacio a mi mamá y otro a mí; y cuando llegó el señor, como lo vio calato, me ofreció sus juguetes. Justo antes de Navidad. Me llenó el puesto, todo en consignación. Fue una bendición, por eso digo que el Señor no se olvida. Te mide para ver hasta dónde aguantas.

No tenía razones para tener fe. ¡Todo le salía mal!

Pero mi fe estaba ahí. ¡Era lo único que tenía! Vendía y le pagaba al señor cada semana. Comencé a ir al Centro para comprar otros diseños y toda la plata la reinvertía. ¡Yo confiaba en mí!

¿Qué edad tenía?

Dieciocho. ¡Chiquilla! Pero había vivido muchas cosas. Llegó la Navidad y vendí todo. Sabía que esas ventas habían sido solo por Navidad, ¡tenía que hacer capital!

Para volver a las carteras.

Volví con capital propio. ¡Ya no me presté! Detrás estaban las personas que esperaban que saliera adelante para que les devuelva su dinero.

Muchos empresarios, y no solo los pequeños, optan por el ‘perro muerto’.

Es cuestión de principios: eso no se hace. No viviría en paz, yo quería tranquilidad en mi vida ¡para seguir trabajando! Y haber vendido, haber recuperado, me motivó; y los juguetes que quedaron, como era Navidad, los gozaron mis hermanitos. Le pagué al señor y compré mercadería para el día siguiente: carteras. Llamé a todos mis proveedores: “Mira, vamos a volver a empezar”. Empecé a invertir, algunos me daban crédito, busqué a personas que me fabricaban a exclusividad. Empecé con carteras de cuero; y así, poco a poco.

¿Cómo hacía con los diseños?

Buscaba, iba y les decía: “Quiero así, básate en esto y ponle esto, esto y esto; y me traes la muestra”. Y ellos me las traían, y ellos mismos aportaban: “Flor, están saliendo así, he visto una cartera así”. Y así surgí.

¿Qué decía su mamá?

Cuando vio que lo manejaba todo, se quedó en la casa con mis hermanas y mi hijita. Después, poco a poco tuve una, dos vendedoras, hasta que la municipalidad nos desalojó. Para entonces ya había surgido, ya me había comprado un stand en una galería; y fue en esa circunstancia que me comprometí.

¿A qué se dedicaba él?

Estudiaba Educación. Me dijo: “Flor, no tengo nada que ofrecerte”. “Lo que quiero, es que -si nos comprometemos- trabajemos juntos. Otra cosa, no.”; y nos juntamos. Y lo primero que hizo fue venir al stand a ayudarme; y como la situación ya no era igual que cuando estábamos en la calle, sino más difícil, nos dimos cuenta de que la solución estaba en abrir más puntos de venta. Alquilamos otro stand y él se fue para allá; luego otro, y así fuimos incrementando nuestras ventas.

Hoy tiene dieciocho tiendas.

Y vendo al por mayor y por catálogo. Mis hermanas fueron creciendo y vinieron a ayudarme; mi hija, también. Y la gente venía porque me gustaba tener lo último, hasta que se me presentó la oportunidad de tomar una tienda en un primer piso. Tenía miedo. Hablé con mi esposo y mi hija, que ya tenía 10 añitos. ¿Sabes por qué tenía miedo? Porque después de tantas cosas, temía dar un mal paso y fracasar. No quería volver a pasar por lo que había pasado. “Si ustedes se comprometen conmigo y me apoyan, este temor que tengo puede desaparecer. Pero necesito el apoyo de ustedes”, le dije a mi esposo.

¿Cuál fue su respuesta?

“¡Vamos!”. Mi hija y él me lo dijeron. Me presté el dinero y alquilé esa tienda. No me arrepiento, porque esa tienda en primer piso fue la que me ayudó a despegar. La demanda fue increíble.

El 2001 nació Tizza, su marca.

Sí, para diferenciarnos. Era una necesidad. Ese año la patenté y solucionó mis problemas con la competencia, porque los clientes comenzaron a buscarnos por nuestra marca. Ahora que llevo cursos en la universidad, confirmo que eso era lo que se tenía que hacer; y sin haber estudiado (ríe)… ¡Es increíble! La necesidad te empuja a buscar cómo solucionar; y cuando tú buscas, encuentras.

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